Vivimos tiempos moralistas, donde los valores parecen tener copyright y los absolutos cotizan en bolsa. Todos entendemos la necesidad de establecer unos límites a la libertad que vayan más allá de la ley, que apelen al sentido común de cada individuo diferenciando el bien y el mal en la concepción que de ello tiene cada cultura. Y es que lo moral y lo amoral mutan no sólo a través del tiempo, sino también del espacio, hijos de religiones y políticas y esclavos de una masa atenta a quien supera los límites para censurarlo o subirse al carro de lo neo-aceptado, y por ende, lo más de moda.
Cojamos el aborto, una práctica aceptada por infinidad de culturas a lo largo de la historia, pero cuya prohibición alentada por el cristianismo data del siglo II dC, mientras en la actualidad buscamos atenuantes para legalizar su práctica, doblegando la ley para no rebasar (en exceso) lo moralmente aceptado. Si las verdades absolutas de hoy no son más que hijas de un tiempo que las pario por necesarias, ¿quien puede afirmar que nuestras banderas morales de hoy no serán nuestra vergüenza mañana?
Pongamos la tortura como ejemplo, práctica que fue abolida a partir de mediados del siglo XVIII como parte del sistema jurídico pero que sigue vigente en los sótanos de las políticas de defensa. Pongamos que un hombre se graba junto a varias bombas nucleares, afirmando su intención de detonarlas en una fecha concreta en distintas grandes ciudades. ¿Cuál es el objetivo? ¿Las bombas o el futuro asesino? ¿No dejan de ser todos ellos una aguja en un pajar? Sin embargo creemos que la línea recta es apresar al sospechoso porque estamos seguros de contar con armas suficientes para que pueda facilitarnos la localización de las bombas.
¿Y si ni el miedo nos ayuda para conseguir su cooperación? Todos sabemos que en ese momento sobre la mesa aparece el dolor como única vía: la pérdida de vidas inocentes o la tortura en pro de bien mayor. Y quizás entonces veamos como al tren de lo inmoral se sube nuestra responsabilidad para marchar a la par mientras permanecemos en tierra con el alivio de no sentirnos implicados porque un sistema de valores anula nuestra libertad. Pero si el bien y el mal va por barrios, ¿quién se hace cargo de los caminos que los unen?
Imaginemos que una de las bombas está deliberadamente ubicada para afectar de pleno a nuestra familia/pareja, desviando el rumbo del tren que ha de pasar de largo para encararlo hacia nosotros. ¿Te quedarías cruzado de brazos asumiendo que la tortura escapa a lo moralmente aceptable? Es ese el momento en que miramos alrededor buscando alguien que se responsabilice de lo venidero, o cuando nosotros mismos superamos una barrera en forma de techo, derribando el límite último que nos decía dónde parar. Y a partir de aquí se abre un abismo de impunidad moral donde cualquier acción es lícita al saber que si no es el remedio, será menos grave que las que están por venir.
Manchamos nuestras manos de sangre, en vano, apelando a la conciencia sólo porque no obtenemos resultados. El fracaso no justifica los medios. El tiempo avanza inexorablemente mientras perdemos la noción del contexto. Ya no hay víctimas ni verdugos, sólo existe la derrota y la victoria en forma de coordenadas en un mapa mientras los medios se convierten en daños colaterales. Y es que si el dolor y el miedo a la muerte no doblegan a una persona, ¿qué más puede hacerlo? Probablemente aquello por los que nosotros mismos estamos luchando, nuestra familia.
Así es como los "inocentes" entran en juego (olvidando la tortura a un hombre que aún no ha cometido ningún crimen) para ejercer de medida de presión. Un dedo, dos dedos, la mano, una pierna... carne "vendida" al peso probando cuánto es capaz el prisionero de dejar sufrir a su esposa antes de claudicar, pero asumiendo que la muerte de ésta jugaría en nuestra contra. La sangre de unos por la sangre de otros, terrorismo de estado combatiendo al enemigo en su terreno, más allá de la ley.
Y una vez nos escudamos tras la determinación del "a toda costa" y asumimos que el dolor ajeno no hará doblegarse al presunto terrorista apelamos al ojo por ojo, para jugar nuestra última carta sin esperar ya la victoria, sino buscando la equidad. La esposa es ejecutada delante del reo para inmediatamente hacer entrar a sus hijos en la sala. No hay más, ni procesos ni pulsos, sólo una mirada inquisitiva buscando una respuesta que llevará al derrumbe del torturado o a la masacre anecdótica con sede en las cloacas de cualquier estado.
Y vosotros, ante esto, ¿qué haríais?
¿Alguno de vosotros ha pensado en que las bombas no eran reales? ¿Y en que existieran más bombas?
Cojamos el aborto, una práctica aceptada por infinidad de culturas a lo largo de la historia, pero cuya prohibición alentada por el cristianismo data del siglo II dC, mientras en la actualidad buscamos atenuantes para legalizar su práctica, doblegando la ley para no rebasar (en exceso) lo moralmente aceptado. Si las verdades absolutas de hoy no son más que hijas de un tiempo que las pario por necesarias, ¿quien puede afirmar que nuestras banderas morales de hoy no serán nuestra vergüenza mañana?
Pongamos la tortura como ejemplo, práctica que fue abolida a partir de mediados del siglo XVIII como parte del sistema jurídico pero que sigue vigente en los sótanos de las políticas de defensa. Pongamos que un hombre se graba junto a varias bombas nucleares, afirmando su intención de detonarlas en una fecha concreta en distintas grandes ciudades. ¿Cuál es el objetivo? ¿Las bombas o el futuro asesino? ¿No dejan de ser todos ellos una aguja en un pajar? Sin embargo creemos que la línea recta es apresar al sospechoso porque estamos seguros de contar con armas suficientes para que pueda facilitarnos la localización de las bombas.
¿Y si ni el miedo nos ayuda para conseguir su cooperación? Todos sabemos que en ese momento sobre la mesa aparece el dolor como única vía: la pérdida de vidas inocentes o la tortura en pro de bien mayor. Y quizás entonces veamos como al tren de lo inmoral se sube nuestra responsabilidad para marchar a la par mientras permanecemos en tierra con el alivio de no sentirnos implicados porque un sistema de valores anula nuestra libertad. Pero si el bien y el mal va por barrios, ¿quién se hace cargo de los caminos que los unen?
Imaginemos que una de las bombas está deliberadamente ubicada para afectar de pleno a nuestra familia/pareja, desviando el rumbo del tren que ha de pasar de largo para encararlo hacia nosotros. ¿Te quedarías cruzado de brazos asumiendo que la tortura escapa a lo moralmente aceptable? Es ese el momento en que miramos alrededor buscando alguien que se responsabilice de lo venidero, o cuando nosotros mismos superamos una barrera en forma de techo, derribando el límite último que nos decía dónde parar. Y a partir de aquí se abre un abismo de impunidad moral donde cualquier acción es lícita al saber que si no es el remedio, será menos grave que las que están por venir.
Manchamos nuestras manos de sangre, en vano, apelando a la conciencia sólo porque no obtenemos resultados. El fracaso no justifica los medios. El tiempo avanza inexorablemente mientras perdemos la noción del contexto. Ya no hay víctimas ni verdugos, sólo existe la derrota y la victoria en forma de coordenadas en un mapa mientras los medios se convierten en daños colaterales. Y es que si el dolor y el miedo a la muerte no doblegan a una persona, ¿qué más puede hacerlo? Probablemente aquello por los que nosotros mismos estamos luchando, nuestra familia.
Así es como los "inocentes" entran en juego (olvidando la tortura a un hombre que aún no ha cometido ningún crimen) para ejercer de medida de presión. Un dedo, dos dedos, la mano, una pierna... carne "vendida" al peso probando cuánto es capaz el prisionero de dejar sufrir a su esposa antes de claudicar, pero asumiendo que la muerte de ésta jugaría en nuestra contra. La sangre de unos por la sangre de otros, terrorismo de estado combatiendo al enemigo en su terreno, más allá de la ley.
Y una vez nos escudamos tras la determinación del "a toda costa" y asumimos que el dolor ajeno no hará doblegarse al presunto terrorista apelamos al ojo por ojo, para jugar nuestra última carta sin esperar ya la victoria, sino buscando la equidad. La esposa es ejecutada delante del reo para inmediatamente hacer entrar a sus hijos en la sala. No hay más, ni procesos ni pulsos, sólo una mirada inquisitiva buscando una respuesta que llevará al derrumbe del torturado o a la masacre anecdótica con sede en las cloacas de cualquier estado.
Y vosotros, ante esto, ¿qué haríais?
¿Alguno de vosotros ha pensado en que las bombas no eran reales? ¿Y en que existieran más bombas?
3 comentarios:
esta peli prometía y me pareció una mofa.
No la he visto. Todo esto de torturar a alguien que pusiera una bomba y demás me ha recordado a cómo empezaba Fernando Savater en su libro "Contra las patrias"... En fin... Yo no tengo dudas... ¿Una bomba y mis familiares de por medio?
Alguien se merece una medalla por concederme la libertad.
Un saludo.
Jajajaja! Tampoco tanto, Jota! No es un gran film, pero hay varias cosas que me gustaron, aunque el aire de telefilm sólo lo quite los nombres del reparto.
Jajajajaja! David, suma y sigue!
1 saludo y gracias por comentar!
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