Los sueños no están hechos para los malditos, condenados a recorrer siempre el camino más complicado. Marcados a fuego los rostros con el estigma del pecado definen, con un primer mal paso, el resto de un devenir sin desvíos ni cambios de sentido. Carlito Bragante decía que nadie se reforma, sólo pierde fuerza con lo años, pero la inercia hace mella en la voluntad que nos hace evitar los mismos obstáculos una y otra vez. Así todo protagonista mostrado al otro lado de la ley al arranque de un film es un serio candidato a cambiar sueños por plomo.
Y es que el prolífico cine de robos ha dado grandes joyas, siempre auspiciadas en las esperanzas de unos personajes rotos con los que empatizamos a través de las ilusiones no realizadas, mientras otra vertiente ha sofisticado el robo como un fin en sí mismo dentro del propio espectáculo que es el cine. Y si bien Mann no es el primero en equilibrar ambas ópticas, si apuesta por un sucio realismo de bajo presupuesto alejado de la elegancia de La jungla del asfalto o el ritmo de Heist. Mann presenta en Ladrón una visión del proscrito desvestida del glamour de Heat y de la poética de Enemigos Públicos.
Arranca el film como no podía ser de otra manera, mostrándonos la perfeccionada técnica del protagonista en un robo que servirá de motor al film. Y si bien el primer acercamiento se limita a planos de los compinches en sus posiciones hasta entrar en la cocina, el desenlace se muestra prácticamente en tiempo real y con la minuciosidad de quien pretende que conozcas bien las dos facetas importantes de su personaje: lo que es y lo que hace. No en vano los nueve minutos introductorios se resuelven con un único e intrascendente diálogo entre el personaje de James Caan y un pescador.
A partir de ahí se trazan las líneas maestras que perfilan a un ladrón en busca de un paraíso anhelado durante años, un refugio emocional nacido del instinto de supervivencia del suicida, del que camina al final del túnel sin preocuparse por la mierda que pisa en su camino. Mientras el medio plazo mira de reojo el cobro de cada trabajo, el largo plazo piensa en la generosa jubilación con mujer, hijos y playa en un horizonte siempre distante. Es fácil, así, convencernos de que los impulsos violentos de Frank no son más que fruto de una rabia contenida que choca contra las trabas de la redención. Porque el pasado no son más que deudas que nunca llegamos a pagar.
Porque Mann no deja de poner un espejo a sus protagonistas a la hora de afrontar las vicisitudes
del amor, enfrentando el yo real con el yo deseado. Frank reconoce no haber dicho a la verdad a su ex-mujer ni al resto de sus parejas, y es su mejor y admirado amigo quien le abre los ojos sobre la necesidad de abandonar los disfraces. Las grandes empresas no se acometen de manera timorata, y si la mano es buena y el bote suficiente, no queda más que apostarlo todo.
Así es como Mann traza una trama de robos junto a una de redención, ambas pivotando sobre un epicentro femenino, motor del cambio. Y su hiperrealismo de bajo presupuesto muestra sin pudor la alternancia entre el intento de adopción de un crío junto a la sofisticación de un golpe a medio camino entre lo opuesto y lo complementario a la vida plena que Frank anhela. Pero en esas tesituras dudar o despistarse significa mostrar las fisuras de la armadura, y si la réplica se construye sobre un personaje tan entrañable como temible (interpretado por un excelente Robert Prosky) no queda más que quitarse el sombrero ante el cuarteto de personajes tan prototípicos como consistentes.
Ni tan sólo el título escapa a la simplicidad y honestidad que propone Mann, definiendo con un único adjetivo a un protagonista que busca huir de ese título. Thief es la historia de un ladrón que quiere pasar página y dejar de ser lo que es, de las trabas que pone la vida para que definamos quiénes somos, de elecciones que marcan nuestro destino y de como, una vez marcado, no hay clemencia que borre nuestras pisadas. 40 dólares nunca valieron menos la pena...
Y es que el prolífico cine de robos ha dado grandes joyas, siempre auspiciadas en las esperanzas de unos personajes rotos con los que empatizamos a través de las ilusiones no realizadas, mientras otra vertiente ha sofisticado el robo como un fin en sí mismo dentro del propio espectáculo que es el cine. Y si bien Mann no es el primero en equilibrar ambas ópticas, si apuesta por un sucio realismo de bajo presupuesto alejado de la elegancia de La jungla del asfalto o el ritmo de Heist. Mann presenta en Ladrón una visión del proscrito desvestida del glamour de Heat y de la poética de Enemigos Públicos.
Arranca el film como no podía ser de otra manera, mostrándonos la perfeccionada técnica del protagonista en un robo que servirá de motor al film. Y si bien el primer acercamiento se limita a planos de los compinches en sus posiciones hasta entrar en la cocina, el desenlace se muestra prácticamente en tiempo real y con la minuciosidad de quien pretende que conozcas bien las dos facetas importantes de su personaje: lo que es y lo que hace. No en vano los nueve minutos introductorios se resuelven con un único e intrascendente diálogo entre el personaje de James Caan y un pescador.
A partir de ahí se trazan las líneas maestras que perfilan a un ladrón en busca de un paraíso anhelado durante años, un refugio emocional nacido del instinto de supervivencia del suicida, del que camina al final del túnel sin preocuparse por la mierda que pisa en su camino. Mientras el medio plazo mira de reojo el cobro de cada trabajo, el largo plazo piensa en la generosa jubilación con mujer, hijos y playa en un horizonte siempre distante. Es fácil, así, convencernos de que los impulsos violentos de Frank no son más que fruto de una rabia contenida que choca contra las trabas de la redención. Porque el pasado no son más que deudas que nunca llegamos a pagar.
Porque Mann no deja de poner un espejo a sus protagonistas a la hora de afrontar las vicisitudes
del amor, enfrentando el yo real con el yo deseado. Frank reconoce no haber dicho a la verdad a su ex-mujer ni al resto de sus parejas, y es su mejor y admirado amigo quien le abre los ojos sobre la necesidad de abandonar los disfraces. Las grandes empresas no se acometen de manera timorata, y si la mano es buena y el bote suficiente, no queda más que apostarlo todo.
Así es como Mann traza una trama de robos junto a una de redención, ambas pivotando sobre un epicentro femenino, motor del cambio. Y su hiperrealismo de bajo presupuesto muestra sin pudor la alternancia entre el intento de adopción de un crío junto a la sofisticación de un golpe a medio camino entre lo opuesto y lo complementario a la vida plena que Frank anhela. Pero en esas tesituras dudar o despistarse significa mostrar las fisuras de la armadura, y si la réplica se construye sobre un personaje tan entrañable como temible (interpretado por un excelente Robert Prosky) no queda más que quitarse el sombrero ante el cuarteto de personajes tan prototípicos como consistentes.
Ni tan sólo el título escapa a la simplicidad y honestidad que propone Mann, definiendo con un único adjetivo a un protagonista que busca huir de ese título. Thief es la historia de un ladrón que quiere pasar página y dejar de ser lo que es, de las trabas que pone la vida para que definamos quiénes somos, de elecciones que marcan nuestro destino y de como, una vez marcado, no hay clemencia que borre nuestras pisadas. 40 dólares nunca valieron menos la pena...
3 comentarios:
Gran post, no puedo añadir nada mas a lo dicho!
saludos
Una grandísima manera de empezar Septiembre. Deliciosa pelicula que como usted ya sabe se encuentra entre mis favoritas :)
Dentro de mi línea, la cabra tira al monte, sugeriria a Mr. Robert Altman y su "El largo adiós (The long goodbye)". Una interesantísima manera de ver a los detectives, no todo va a ser Mike Hammer :)
saludos y enhorabuena por el blog y los posts.
Gracias Four!!!
Gracias igualmente, caballero Anónimo! Las deudas se pagan, y no podrá quejarse del título de la crítica ;)
1 saludo y gracias por comentar!
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