sábado, 26 de marzo de 2011

Secuestrados: Juego de piernas


Publicado en Cineuá.

Hay dos formas de localizar los terrores, y por ende, dos enfoques diferentes de los miedos: internos y externos. Si bien ambos vienen muy condicionados por factores sociales, por lo que hemos podido ver tendencias muy marcadas en su uso a lo largo de la historia. De aquellas amenazas de otros mundos que llegaron a raíz de la segunda guerra mundial y la posterior guerra fría hemos llegado a un mundo post-11S donde el enemigo somos nosotros mismos. Así el terror ha sido capaz de instalarse tanto en el motel Bates como en la inocencia de Reagan en El Exorcista, agilizando en muchos casos el trámite de contextualización que requiere el espectador adoptando la forma de lo cotidiano para apoderarse de nuestro hogar, nuestros seres queridos o de nosotros mismos creando una ruptura que no deja de reflejar la manera en que el propio género cuestiona su propia identidad. Y es que cuando se sitúa al protagonista en una situación hipotéticamente lejana (un bosque de noche, una casa abandonada) inmediatamente se le da al espectador la opción de distanciarse al objetar que él nunca actuaría como los habitantes de la pantalla, dejándose llevar por la hipótesis y abandonando el terror, las palomitas sobrantes y la bebida en el cubo de basura. Pero cuando la historia no penetra en el terror, sino que el terror invade la historia, la intimidad, el contexto común al espectador, se le niega la opción de pensar que dicha casuística es una propiedad ajena para emparentarlo directamente con un protagonista forzado a elegir en base a las mismas bazas que tendríamos nosotros. Cuando un incauto invade una casa abandonada nos dejamos llevar por la comodidad de saber que nunca tendríamos que vérnoslas en dicho brete, pero si es nuestra casa la invadida inmediatamente el grueso de espectadores recuerda inconscientemente la colección de cuchillos que guarda en su cocina.

Dos maneras existen también de transmitir el terror en el audiovisual, directamente relacionadas con lo conocido, lo desconocido y las expectativas del espectador: lo que vemos y lo que imaginamos. Si bien lo primero tiene lugar en un plano mucho más físico, lo segundo cobra vida en la mente del espectador a base de generar un suspense que lo predisponga a adelantarse a los acontecimientos, a hacerle imposible apartar la mirada de la pantalla. Con ello, lo físico, lo explícito, se haya amordazado tanto a tecnologías como verosimilitudes, mientras que la imaginación del espectador vuela libre cuando tratamos con lo que no conocemos, llevando normalmente a la decepción cuando ese suspense que pivota sobre lo que no vemos ha de finalizar en algo tangible. Si bien el elemento al que hemos de temer puede pertenecer a cualquiera de los dos planos, nosotros pertenecemos sólo a uno, por lo que se ha de recorrer un camino que acabe en el plano donde nosotros podamos sentirnos amenazados, ya que no tememos a ciertos elementos por sí solos, sino que tememos el cómo podrían interactuar con nosotros. Y ese es uno de los motivos por el que el terror se llena de clichés donde el suspense y la sugestión requieren mucho más metraje que el plano físico, buscando que el espectador incorpore la peor de las resoluciones que pueda imaginar mientras se le bombardea con imágenes y sonidos avisando del cercano clímax y creando la habitual montaña rusa rítmica a la que el género de terror nos tiene acostumbrados.

Miguel Ángel Vivas se desmarca por completo de las tendencias en su segundo film, Secuestrados, premiado a la mejor dirección y películas en el Fantastic Fest de Austin. Si la habitual es acudir a la dirección artística, la puesta en escena, la iluminación y el sonido para generar atmósferas opresivas, Secuestrados apela a la técnica para mantener un suspense continuado durante los 90 minutos de su metraje, buscando una contundente fisicidad anunciada ya en el mismo arranque; toda una declaración de intenciones. En ningún momento se busca el artificio narrativo ni visual, ni se pretende dotar de pompa a la trama, sino que la arquitectura de Secuestrados está directamente enfocada a ahogar al espectador en sus propias emociones, a dejar sin aliento cualquier atisbo de intelectualidad recordándonos que el cine es también una experiencia física.


Para ello no pierde tiempo en contextualizar, situando a sus personajes en la casa nueva a la que aún se están mudando, dando cuatro pinceladas sobre su personalidad, su status y la relación que mantienen entre ellos, y presentando el nexo que justifique la aparición de los asaltantes en la vivienda. A partir de ahí se dispara la adrenalina y se justifica por sí solo el uso de doce planos secuencia y la cámara en mano sobre los que construir el film, no dando descanso a la acción ni al espectador a través de negarle el montaje y acercando su propuesta más a REC o 24 (formalmente) que a Funny Games. Así tenemos una ruptura con el habitual manejo del tiempo en el terror, ya que la acción sucede casi por completo en tiempo real, ininterrumpida y a pantalla partida en algunas ocasiones. Y jugando esas cartas se muestra coherente al plantear una única pregunta al espectador, sin necesidad de conocer las motivaciones de los asaltantes ni usar tramas secundarias para centrar el desarrollo en la única cuestión que importa: ¿sobreviven?

Ni tan sólo el título deja lugar a dudas, así como la supuesta xenofobia que destila al mostrar a una banda de atracadores del este como ejecutor del secuestro. Todo se reduce a apelar al imaginario colectivo y sensacionalista donde el cine se emparenta con los medios para hablarnos simplemente de sucesos y no de personas, abandonando causas y personalidades para desbordarnos con hechos y lograr una inmediata inmersión del espectador en la película, y plantando de paso una bofetada en la cara a quienes buscan meramente el morbo en la historia. Por ello son prácticamente nulos los giros en el guión, mientras que otras situaciones nos parecen forzadas no por inverosímiles sino por discordantes con los patrones, buscando un equilibrio entre lo posible y lo creíble. Así la tópica escena de violación entra dentro de los clichés, pero su violenta consecuencia escapa a lo que entendemos como real dentro de la ficción, pero siendo totalmente coherente con su tratamiento visual y su desarrollo del relato. Con ello se genera una disonancia entre lo que creemos real en pantalla y lo que se nos presenta como verosímil, como una ficción demasiado cruda que gana enteros en la mente del espectador al cuestionarse la escasa distancia entre lo visto en pantalla y lo que sería real fuera de la sala, donde no tenemos opción a comparar.

Secuestrados salta la barrera que supone la pantalla con una facilidad pasmosa gracias a un endiablado ritmo y un apartado técnico acertadísimo, y con ello logra el “hacer perder dos kilos al espectador” que Rodrigo Cortés pretendía de Enterrado, convirtiéndose en una sucesión de jabs a ritmo de cámara en mano que acaban con un gancho de guión y la campana del montaje. Doce asaltos en un combate amañado donde hacemos nuestro el dolor a través de la cámara y no de los personajes, apelando a lo primitivo del miedo frente a la sofisticación de ciertos patrones que olvidan que el terror no es un mero ejercicio intelectual ni estilístico, sino una experiencia que engloba un abanico de emociones difícilmente alcanzables en otros géneros, obviando presentaciones tan extensas como la que he necesitado yo en este texto.

 

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