Últimamente ando sumido en entender qué parte de culpa tiene el cine en el condicionamiento de nuestra manera de entender la vida. Tangencialmente hablé de ello al reseñar de La marcha del millón de hombres y El último exorcismo, y ahora, tras el visionado de Océanos, me topo con una problemática parecida. Y es que es innegable que el cine tiene su propio lenguaje, como así lo tiene la informática, la naturaleza y otros tanto que, al ser captados a través de una cámara se malinterpretan. Y es que por sutil que sea, por inocuo que parezca, cuando escenificamos verdades no solo aprehendemos de la experiencia sino que asimilamos el formato.
Océanos arranca con una pregunta: ¿Qué es el mar? A partir de aquí elabora su discurso a base de imágenes preciosistas, dando pinceladas (casi siempre verbales) de la ingerencia del ser humano en el equilibrio natural y cierra con un claro veredicto sobre la acción del hombre sobre los mares. Hasta aquí el documental cumple con lo habitual en la actual oferta de este tipo de productos, apoyando en la imagen la casi totalidad del mensaje a la manera en que lo hacía Home, como proyecto definitivo y global en forma de poema a la Tierra. De hecho, lo más habitual y coherente es plantar la cámara y dejar que las imágenes hablen, aunque la manera en que se lleva a cabo varía mucho dependiendo tanto del formato (y del público al que va dirigido) como del ojo del ejecutor que lo lleva a cabo.
Si bien en Home la materia base de las imágenes era la composición y la perspectiva, en Océanos se apela a la continuidad de la belleza. Yann Arthus-Bertrand (director de Home) optaba por la deformación profesional (fotógrafo) para aislar la instantánea y ofrecernos un punto de vista externo, mientras que Perrin y Cluzaud (directores de Océanos) optan por la escenificación al pie del cañón creando un universo cinematográfico tangible, una visión asequible del mundo submarino, un anhelo irrefrenable de contemplar in situ el espectáculo. Así es como, a la hora de traducir en imágenes lo que los abismos submarinos esconden, recurren a una puesta en escena cinematográfica, a un lenguaje inteligible y aceptado para el espectador de cine que no busca un documental al uso sino uno que vista galas de película.
Y conceptualmente me parece fallido, ya que entramos en la ficción, en la manipulación, en el mero spot publicitario que apela a los resortes cinematográficos para impresionar al espectador, hecho que anula por completo su premisa: si el producto es bueno, no necesitas mentir sobre sus bondades. Así es como durante el film asistimos a infinidad de planos y secuencias calcados a los que el cine ha creado en el imaginario colectivo (¿o el cine calcó a realidad?), al constante uso de la música y la cámara lenta así como a un montaje muy estudiado para crear de la nada núcleos narrativos. Todo ello ayuda a asfixiar el componente real que tiene Océanos, ya que “lo que vemos” deja de ser “lo que es”, pero en una sociedad bombardeada por el audiovisual lo real pierde peso frente a lo escenificado, frente a la épica de los encuadres y lo gloria de los acordes.
La belleza de observar in situ el nacimiento de las tortugas y su lucha por llegar al mar antes de ser presa de las gaviotas ganas fuerza (visual y dramática) cuando montaje, encuadres y banda sonora orquestan una puesta en escena a medio camino entre Con la muerte en los talones y Los pájaros, siendo un highlights de la experiencia que supondría para nosotros presenciar ese momento sin tratamiento audiovisual alguno. Con ello se ensalza un “se mira pero no se toca”, una ficción que sabemos tan real como intangible pero que apela casi exclusivamente a los seductores (y afrodisíacos) poderes de la belleza para justificar un mensaje que poco o nada tiene que ver con la estética. Ese reduccionismo aplicado al ser humano para justificar su preservación supondría un insulto, así como la crueldad de ciertas escenas podría considerarse inmoral, pero Perrin y Cluzaud marcan así una clara separación donde el mundo submarino no goza de los privilegios de los que goza el malvado ser humano. Los propios creadores traicionan su mensaje.
Por otro lado, Océanos busca en ocasiones humanizar los comportamientos animales (plano subjetivo incluido), como en la escena plenamente narrativa donde dos criaturas submarinas se enzarzan en una pelea cual salidos de un bar, con cierta bis cómica que no hace sino que humanizar a dichos seres. De nuevo tenemos un ficcionado que busca el despiste, vistiendo de humanos a las criaturas marinas y con ello denotando que, de per se, no tienen nuestro status. La cámara no está al servicio de la preservación de la fauna marina, no se sitúa a su altura, sino que opta por una perspectiva humana con la que revestir el mundo submarino de ecos humanos y flecos cinematográficos, apelando a un hermanamiento falseado a través de la puesta en escena.
Por ello Océanos se torna en un documento tan bello como tramposo, en imágenes con voz propia que se ven traicionadas por un mensaje tendencioso que confunde formato con sentido. Pese a eso, el documental de Perrin y Cluzaud puede disfrutarse más allá del mero panfleto oscarizable para ser entendido como mero espectáculo visual de mundos tan reales como lejanos, con los que maravillarnos sin necesidad que condicionen (sin argumentación) nuestra postura sobre el deterioro de la fauna y flora marina. Aunque lo cierto es que el presente encumbra mensajes donde la belleza es el mayor argumento y el cine su mejor vehículo.
2 comentarios:
A pesar de varias escenas bastante logradas, otras son ya de lo más archiconocidas para aquellos que nos hemos dedicado a ver bastantes documentales de bichejos varios. Vamos, que me aburrí de lo lindo en la butaca del cine...que cosa más lenta y francesa... ¬¬
Jajajaja! Y más para una experta subacuática como usted.
A mi no me aburrió, pero me pareció confuso y algo reiterativo.
1 saludo y gracias por comentar!
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