Publicado en Cineuá.
La imaginación es inherente al ser humano, nuestro rasgo distintivo con respecto al resto del mundo animal. Las mismas conexiones neuronales que dan lugar a un pensamiento lógico en la mayoría de seres vivos, en el ser humano dan lugar también a una tercera vía, una imagen que se crea entre dos pensamientos a la manera en que Godard hablaba del cine como aquello que el espectador crea entre imagen e imagen. Y es que la ficción es la base del cine, la herramienta que nos permite transmutar la realidad en refugios de celuloide, en parapetos temporales donde asumimos gran parte del control de una falsa realidad dejada en manos de profesionales, tal y como Koreeda reflejaba en After Life. Si el cine es hijo de la imaginación, esta es hija de la supervivencia.
Franklyn (Gerald McMorrow, 2008) se adscribe a esa lectura en la que la ficción que nace del ser humano representa un componente diegético relacionado con la propia esencia de los personajes. La ficción dentro de la ficción en una trama donde la empatía del espectador se enfoca directamente opuesta a la relación que los personajes tienen con su cinematográfica manera de entender la realidad. Una pequeña ironía teniendo en cuenta que el espectador empatizará con los personajes más cercanos a la realidad mientras asiste a una ficción que se muestra mucho más atractiva cuánto más huye de los retazos de una mundana autenticidad alejada del neogoticismo presente en una de sus dos líneas narrativas, demostrando de nuevo que el tercer fotograma nace del anhelo de omnipotencia del espectador.
“Lo único en lo que creo es que mi nombre es Jonathan Preest, y esta noche voy a matar a un hombre.”
Sin ser un arranque que represente un alarde de ingenio se le reconocen al debutante Gerald McMorrow las ganas de llamar la atención del espectador, marcando una dirección y una estética bien claras e introduciendo a su personaje a través del acto que representa el leitmotiv del film, obviando las presentaciones. Eso es cine, y por trivial que parezca adquiere una importancia argumental y metacinematográfica cuando reflejan el parapeto existencial de almas atormentadas que viven en los límites de la ficción, muy presente en Franklyn, film que no deja de ser un drama de personajes que proyectan sobre su propia vida los géneros sobre los que pivota el film, en busca de una profundidad de la que carecen ambas partes por separado.
Los tres protagonistas representan tres niveles distintos de autoengaño a través de la creación de universos en los que refugiarse: desde la amiga que nunca existió a la negación total de la realidad, pasando por la extrema búsqueda de ambos a través del arte. La propuesta se muestra renqueante frente a un arranque más cercano a Proyas que a Sundance, por lo que la intensidad narrativa recae en la acción dentro del imaginario de uno de los personajes mientras la línea real presenta a cada uno de los personajes que han de formar el puzzle. A partir de ahí lo onírico pierde fuerza para ceder el protagonismo a los paralelismos con la realidad y borrar la escisión entre las líneas narrativas en un vaivén que nos recuerda el atractivo inherente del autoengaño y sus consecuencias más allá de nuestra burbuja existencial.
De hecho el propio film no deja de ser un inconsciente autoengaño al presentar un refrito de influencias y estilos en busca de una unidad carente de autoría, un ambicioso juguete que juega a dar significado a los intersticios en pro de una pompa narrativa que acaba pecando de inverosímil. Franklyn es un film generoso, pero demasiado referencial y obtuso como para destacar en una taquilla tan variada y ante un espectador tan segregado. No obstante se agradece la valentía de McMorrow al situarse en tierra de nadie logrando un ejercicio mixto que tras pasar dos años en la nevera, consigue ver la luz en las carteleras patrias.
0 comentarios:
Publicar un comentario