Publicada en Cineuá:
Nadie puede negar que la fórmula de Michael Bay funciona: lleva más de 3000 millones de dólares recaudados con sus ocho films anteriores. Ello le ha valido para coronarse como el rey del Blockbuster y, mientras la crítica se ha cebado cada vez más con sus películas, él ha demostrado interesarse poco en dichos juicios de valor, escudado en los magníficos números que en taquilla han tenido sus criaturas. Es más, como causa o efecto de críticas y recaudaciones, sus films han ido perdiendo factura en pro de espectacularidad, ahogando añejos destellos de brillantez para apostar por fórmulas cada vez más simples y directas, por concebir el cine como un entretenimiento asociado siempre a una pantalla grande en un mundo de home cinemas y portales de descarga.
Quizás todo el cine de Michael Bay sea una gran broma para poner sobre el tapete el agotamiento de un modelo, siempre a caballo de las modas; o tal vez sea simplemente la postura de un cineasta más comprometido con su público que con su obra, aunque desde luego su filmografía es sinónimo del cine como espectáculo a partir de los 90. A partir de ese hecho podemos empezar a resaltar rasgos que puedan mostrar a Bay como un rebelde dentro del sistema, un agitador que sólo entiende el gesto como hipérbole y que ejerce la crítica desde la obviedad, a la manera en que era escondida la lejana carta robada que Poe narró. De hecho, parafraseando a uno de los robots de la segunda entrega en su valoración sobre Megan Fox, el cine de Bay está bueno, pero no es muy listo… o eso parece.
Y es que Bay coge el sueño americano para anabolizarlo, poniendo a personajes que bien podrían aparecer en las obras de Capra y Homero ante hecatombes donde más que actuar, deban reaccionar. Así, el outsider opta a la gloria y con ella a la chica siempre por fastuosos derroteros donde el ideal americano no surge de la evolución de un carácter, sino de un despertar repentino a una realidad incuestionable. Así es como, habitualmente, la sociedad americana ha huido de las crisis de valores para abrazar de nuevo el sueño americano: con plomo. Y si planteamientos simplistas encuentran eco en el público, de poco sirve el rechazo crítico, ya que la mayor crítica la constituye su éxito.
Si retomamos La isla (The Island, 2005), nos encontramos con personajes que viven en una anodina felicidad perpetua, estilizada hasta el paroxismo, y que al descubrir su oculto propósito vital deben atravesar el infierno para ser “normales”. Crisis de valores, plomo, sueño americano. Algo parecido sucede en Pearl Harbor (2001), donde básicamente el sueño americano se construye sobre los únicos supervivientes de la guerra, dando un twist tan pesimista como bizarro al relato de amor clásico y dejando las decisiones en manos del acierto de los tiradores nipones. En el caso de Transformers se hace patente el concepto de sueño americano como clavo ardiendo en el momento que el personaje de Sam Witwicky completa una trilogía sin evolución alguna, más allá del cambio de estado para acomodar el happy ending, asumiendo el compromiso con la chica de turno solo a través del estatus de héroe en historias donde ni tan solo es el verdadero protagonista. No importa el contexto ni los motivos, aquello que permanece inmaculado tras la batalla son los valores que impelen a procrear con la primera aspirante a starlet que nos acepte, a tener mejor coche que el vecino y una posición económicamente acomodada.
Bay es consciente de la capacidad de abrumar que tienen las imágenes, del colapso esencial del posmodernismo al desvestir cada vez más de significado al encuadre, y su manera de reivindicarlo, cual mártir yanki, es hundir su propia carrera entre fuegos artificiales. Sólo así se explica su cine cada vez más deliberadamente extenso y vacío, agregando a su universo puntuales tendencias visuales en conjuntos de set pieces bélicas que, cada vez menos, necesitan de un hilo conductor, porque el fastuoso conglomerado visual no es más que gore digital alejado de cualquier tipo de emoción humana. Así pues, con Transformers: el otro lado de la Luna (Transformers: Dark of the Moon, 2011) presenta su baza más ambiciosa: una oda al cine para máquinas.
Por eso la tercera entrega de Transformers se antoja tan necesaria, porque se presenta como epitafio a un cine ahogado por su propio creador, un contundente retrato de ideales allende los mares que bajo la excusa del entretenimiento abofetea mentes incapaces de despertar ante el constante bombardeo visual del mainstream, las televisiones, youtube, ipads, etc. El experimento Ludovico ha fracasado y, cuando las altas esferas del pensamiento no son capaces de dar respuesta, es momento de acudir a la sabiduría de personajes como el Makinavaja y entonar aquello de “En un mundo podrío y sin ética a la gente sensible sólo nos quea la estética”. Quizás el día que Bay obtenga su primer fracaso importante se refugie en su mansión, se prepare un acicate, ponga algún canal de noticias y sonría pensando para sí mismo “joder, por fin lo habéis entendido.”
4 comentarios:
el ideal americano no surge de la evolución de un carácter, sino de un despertar repentino a una realidad incuestionable
Totalmente de acuerdo.
Cosa que dice mucho del cine de Bay, chabacano pero certero.
1 saludo y gracias por comentar!
Gran teorización pero deme una opinión de mente incapacez de despertar ante el constante bombardeo visual del mainstream hombre.... Useasé: Mierda (como la I) o Mierdón (como la II).
Jajajaja! Pues irá a gustos, porque los conozco que salieron encantados. A mi me pareció la más floja o más descarada de las tres, la que pasa de imposturas para ser directamente chabacana.
¿A usted qué le pareció?
1 saludo y gracias por comentar!
Publicar un comentario